Además del camino que era hipnotizador, una línea amarilla
que se hacía consecuente, de noche se transformaba en un punto de foco una luz
y cuando iniciaba a cerrar mis ojos, era un camino una huella que dejaba la
realidad ante el posible surrealismo de mi sueño.
Los caminos cada vez se hacían más diferentes, las calles
más solitarias, la gente se veía más cansada, mi frente tocaba la fría ventana
y mi hombro se recostaba sobre el borde, apreciaba los paisajes, esas inmensas
montañas, la cierra madre imponente, los cielos azules arrepentirse a medias
tarde tornándose naranja, hasta quedar todo totalmente oscuro, la luz plateada
de la luna brillaba en mi cabello, y entonces inicie a buscar las estrellas de
perfil, vi como los días pasaban en un bus, como la noche y el día se hacían
uno en el mundo, vi las fronteras divisorias ser simples burlas del ser humano.
Lo ridículos que se veían las personas dividiendo con una
línea imaginaria a los que éramos iguales, y las personas, las personas con sus
acentos, con sus rostros todos iguales, pero diferentes, todos con la misma
vida en diferente lugar, los pobres siempre eran los pobres, y los ricos a
quien le importan, yo vine para esto.
Para convivir con ellos, con los que me veían a los ojos,
con los que sonreían contra todo pronóstico, los veía en el camino, pasaban
junto a la carretera, cargando carretas, caminando descalzos, su rostro estaba
quemado por el sol, su ropa no era ostentosa, pero sus paisajes eran
envidiables.
Cada vez más la idea de una frontera política me indignaba,
encontraba en todos similitudes, cada vez que se me pedía mi pasaporte lo
asimilaba como una herramienta divisoria excluyente creada por aquellos que no
piensan que juntos somos más, en las fronteras éramos otros, y nos trataban
como otros, pero llegando a las ciudades, que son más pequeñas de lo que todos
cuenta, nos encontramos a los nuestros, a los que nos reconocían y trataban
como uno, cuando amanecía nos enfrentábamos a las calles, a los bulevares, a
los buses.
En el Salvador encontré que a pesar del mundo americanizado
que los envuelve, desde el mirador, ahí se encuentra su corazón, en ese lugar
una salvadoreña nos enseñó su país, estableció las fronteras comerciales,
económicas, sociales y físicas justo después de decir, “este es mi pequeño país”.
Cuando iba anocheciendo conocimos sus seductoras carreteras hacia la playa, una
piedra gigantesca a la orilla de playa nos dijo que estábamos en el Tunco, ahí
nos sentamos, compartimos historias y formas de hablar, aunque nos reíamos de
las diferentes pronunciaciones, todas las risas se entendían sin acento.
Cuando el sol todavía no aparecía, nos encontramos de nuevo
en el bus, el frió de la madrugada nos llevó al sueño del viaje, me desperté
antes que amaneciera y vi como el sol cubría a las grandes llanuras verdes con
una delgada capa de luz, que despertaba gentilmente a sus pobladores, el
silencio manifestaba una sensación de paz y ser cómplices de la naturaleza y
conmigo misma, era difícil creer que en esos mismos lugares boscosos se había
librado una guerra civil, que en esos mismo lugares el mundo se había vuelto
frio y oscuro,
¿Cómo se podía pelear en el paraíso?
Entonces como el Quijote de la Mancha pensó alguna vez encontramos a gigantes, pero tan solo eran molinos de viento, ya me habían contado que cuando los viera cerca de la carretera era un símbolo de que Nicaragua estaba acercándose. Por lo tanto suspire y abrí los ojos ante este imponente paisaje, así como amaneció así también la tiniebla inevitable volvió aparecer, después de 10 horas llegamos a una Nicaragua de luz.
Un monumento luminoso de Hugo Chavez hacia su aparición junto con miles de árboles amarillos brillando alrededor del camino, como embelleciendo el rostro de la noche, así como en el mapa, estando ahí, me dio la impresión que Managua era un país alargado de largos caminos, esa noche era de fiesta y conocimos el ojito del mapa, el lago, todos bailaban y comían alrededor del malecón, nos contaron historias de su vida, del lugar pero más nos contaron de nosotros, y nosotros escuchamos atentos la perspectiva de ellos hacia nosotros, nos hablaron de un pequeño pueblo que existía cerca, es de origen colonial y se llama Granada, al siguiente día una Managua de sol nos evocaba una época revolucionaria, imágenes de Sandino como representante mayoritario del pueblo aparecía en edificios, grafitis y monumentos, Managua tiene color a política.
Así fue como nos aventuramos a un pequeño pueblo, en bus del
pueblo, donde tenía un olor a humildad y esas sensación de incomodidad cómoda que
solo la pobreza de un pueblo es capaz de dar, en la alargada Nicaragua había un
calor húmedo, en medio de la carretera donde todo era verde excepto la línea de
concreto por la cual nos transportábamos, se asomaron una gotas de lluvia,
vimos entonces como la lluvia caía de lado, con el ligero sentimiento de
querer llegar a un lugar que no se conoce, estuvimos pendientes todo el camino
y entramos a una ciudad colorida, de casas azules, rojas, amarillas, una
iglesia hermosa donde nos hacían recordar las presencia española que nos dejó
sus fantasmas en la arquitectura de nuestra Latinoamérica, ese pueblo, lo
recorrimos en bicicleta, nos sentamos en las baquetas, caminamos por el parque,
en la noche se tornaba color fiesta, los colores de las casas desaparecían e
iniciaba los amarillos oscuros, las luces de un pueblo que apenas quiere ser
notada, la música se escuchaba por todos lados, cuando uno caminaba por la
calle principal notaba que todos sonreían y es inevitable decirle a un
guatemalteco que no lo haga, así que
caminábamos por las calles empedradas de Granada, sonriendo con todo el mundo y
como es de esperarse todo el mundo nos devolvía la sonrisa.
En el parque comimos un Bigoron, comida tradicional y
platicamos acerca de nuestra siguiente parada Costa Rica, de pronto a la par
nuestra escuchamos esa “R” arrastrada inigualable de origen costarricense y ese
inigualable calor humano de dos latinoamericanos comentando de su viaje, al
igual que nosotras en tierras lejanas en casa diferentes, los abordamos con
preguntas, les preguntamos por el aeropuerto, por el bus, por los lugares, por
la vida, parecían saberlo todo, en ningún momento dejaron de sonreír, nos
explicaron a cabalidad, y para agradecerles le extendí la mano, el vio mi mano
y sonrió por un lado, me dijo porque te despides como extranjero, aquí todos
somos latinoamericanos, me extendió los brazos y lo abrace irremediablemente, a
él y a su bella acompañante colombiana, les dijimos que más tarde íbamos a
salir, ellos afectuosamente aceptaron nuestra invitación, las horas pasaron y
nos encontramos en la calle de las sonrisas, junto a un mexicano que nos hizo reír
con piropos tan apropiados para ellos, dos alemanas hermosas que admitieron que
si algo iban a extrañar de Latinoamérica iban a ser los piropos, una colombiana
que sin saberlo nos había comprado un mojito, y el costarricense que era de
esas raras mezclas entre escritor y antropólogo, nos recitó poesía, les recite
poesía, y ya que estábamos en Nicaragua no podía faltar los hermosos versos de Darío
que se deslizaron por mi lengua hasta esa noche, todos hablamos de las ausencias de diferencias
entre los latinoamericanos, un alemán nos enseñó a contar en su idioma, el
tiempo era extranjero pero ellos eran latinoamericanos, esa noche entre
nacionalidades inciertas todos teníamos un pasaporte con una bandera diferente,
pero un corazón, que hizo memoria, ese día todos brindamos por una América
unida, sin distinciones, raciales, sociales o políticas y levantamos nuestro
mojito con sabor a Cuba.
De madrugada nos dirigimos a Costa Rica, este viaje ya había
sido inigualable, mi corazón estaba marcado por todos los que hasta ahora
habíamos conocido, llegamos a Costa Rica a las 4 de la tarde un señor se ofreció
a compartir un taxi con nosotras, cuando le intentamos pagar no acepto el
dinero, así confundidas en la parada de bus por el cambio de moneda una joven
de pelo rubio nos dijo cuál era su
denominación económica, nos prestó un
celular y nos subió al bus que teníamos que ir, Costa Rica nos abrazó con su
gente, al llegar a nuestro destino Puerto el Limón otro viajero nos llevó a
mostrar su pueblo, un pueblo pequeño un poco descuidado pero igualmente
hermoso, ahí en su casa junto a su familia
nos hablaron de su vida, nos sentaron a la mesa con ellos, incluso compartimos
anécdotas del viaje, la comida deliciosa, su madre peruana hacia que los
alimentos tuvieran sabor a su país.
Por la mañana nos dirigimos a la playa, ya nos habían
contado que un terremoto previo había sacado el coral a la superficie, pero lo
olvidamos un error que pagaríamos caro, la ola nos arrastró, como pudimos
salimos a la superficie, no sin antes darnos cuenta de los golpes que habíamos recibido por olvidar
un consejo que hubiera sido muy útil.
Una familia se acercó, tres pequeños niños nos empezaron a
cuestionar, nosotras jugamos con ellos, nos contaron de donde eran, nosotros
también, e inesperadamente, la abuela de los niños nos había comprado almuerzo
y juntos, esa tarde frente a las olas a la orilla del arrecife criminal, esa
familia nos recordó que en Costa Rica la familia sabe igual que en Guatemala.
En la parada de bus, conocimos al personaje más vistoso de
todo Puerto el Limón un hombre afrodescendiente de unos 50 años, su vida nos la
conto mientras esperamos un bus que al final no fue necesario pues caminamos, él nos llevó en un tour por todo su pueblo,
nos contó su trabajo, bajar cajas de banano de los barcos Estadunidenses, me conmovió
su historia y me hizo pensar en la de mi país,
pocas cosas han cambiado dije, el poder ahora se encuentra en las manos
de aquellos que no lo pueden apreciar.
Nos sentamos en el parque mientras veíamos a los perezosos
en los árboles, para ese entonces ya me había percatado que el coral había
hecho estragos en mi pie y que apenas podía colocarlo recto sobre una
superficie, pero entonces mi compañera de viaje valerosa me dio esperanza,
compramos medicina y seguimos nuestro camino ante otra central de bus donde
conoceríamos una playa más hermosa aun, Puerto Viejo.
Sentada y adolorida pregunte que bus nos llevaba, una señora
afrodescendiente nos dijo que era el bus verde y que ella también iba en él, su
acento parecía de origen garífuna aunque probablemente este equivocada, cuando
entramos al bus pensábamos que no había lugar, cuando nos percatamos que ella
había colocado su humilde bolsa de paja, para guardar dos lugares junto al de
ella, nos habló todo el camino, no enseño los distintos pueblos, nos contó de
que trabajaba, la plática solo se vio interrumpida por un suceso familiar, a la
orilla de la carretera un hombre boca abajo daba su último espectáculo al
mundo, la muerte, no estaba conmocionada, en mi país eso se veía seguido, pero
hizo darme cuenta de una realidad, en todos lados morimos igual, la violencia
se hacia parte de mi sangre, de mi pueblo, de mí.
Puerto Viejo es un pueblo caribeño donde la cultura Rastafari
reina, el hostal donde nos quedamos era de una familia colombiana, por unos cómodos
12 dólares teníamos donde dormir, esa noche conocimos el pueblo a tientas, pues
estaba oscuro, un pequeño niño de cabello rubio pero de piel morena hijo de un
italiano y una lugareña nos acompañó a la mesa y nos dijo que su nombre era Atún
a lo cual su madre corrigió con risas “Aton”.
Sorprendentemente despertamos en el paraíso, la playa está frente
a nosotras y su color era celeste, el movimiento de las olas era poesía
espumosa, tierra surfers y arena blanca nos inundaron el día, un sendero
selvático nos llevó a un risco donde el mar se violentaba con la roca como dos
amantes reclamándose amor, el atardecer nos alcanzó en la playa y nuestras
bicicletas nos llevaron en la carretera hasta el anochecer, donde teníamos que ser cuidadosas ante los carros
que atravesaban su luz delante de nosotras, llegamos a un restaurante que
estaba a la orilla de la playa, el mar se convirtió en plata y la luna sobre
nuestros cabellos oscuros era gris, no sé cómo,
terminamos en una mesa con una pareja de costarricenses de ciudad y un canadiense, nos ofrecieron su comida, y entonces me preguntaron qué sabia de los Mayas, les conté todo lo que pude, fascinados me escuchaban mientras todos se divertían, les conté de su Nahual y se emocionaban, cuando escuchaban algo que les gustaba me estrechaban la mano y abrazaban, como rememorando lo que nunca fueron.
De regreso a nuestro hostal se nos perdió el tiempo, ya
estaba amaneciendo y un inglés tocaba en el restaurante de arriba y todo
parecía un sueño del cual aunque sabíamos que teníamos que despertar no lo
queríamos hacer.
El viaje no acaba y las personas son interminables dos
españoles con los cuales compartimos ruta, un canadiense que era lugareño, una
italiana y un argentino que nos hicieron pizza, un taxista que nos habló de la
modernidad de la ciudad, un brasileño que iba a ver a sus nietos, el viaje
siguió pero es en la carretera donde me enamore de la ruta.
Esas líneas paralelas que nos llevaron a miles de lugares
inciertos e inimaginables, tan hermosos tan diferentes, el tiempo era nuestro
enemigo el cual vencíamos con el transporte. Los recuerdos me embriagaban y la
vida estaba pasando junto a mis ojos y la estaba tomando en mis manos,
sosteniendo como una caña de pescar donde el hilo se iba y no tenía intención
de tensarlo, estuvimos en todos los lugares, donde no vivíamos pero vivimos, de
donde no éramos pero pertenecíamos.
Aprendí que la vida se cierra como mis ojos en la carretera,
pero hay que saber despertar en el paraíso que queremos, un viaje como este
despierta la conciencia del ser humano, transforma criterios y te despierta
ante la posibilidad.
Mis amigos, mis países, mi gente.